La
providencia nunca fue mi mejor amiga,
y nunca sentí
la ayuda de a quien madruga.
He procurado
afrontar la vida como me la mandan,
amansado con
el roce de los años
y con enormes
ansias
de descubrir
el mundo cada mañana.
Lo mejor de
toda una vida
es vibrar y
emocionarme por lo más maravilloso,
sentirme feliz
como nunca había imaginado
por tenerla
acomodada en mi corazón.
Nunca he
dejado de ser
el que
encontró aquel primer día,
sonriendo en
los flecos del amor.
Mi corazón
latía desaforadamente,
sumergido en
los mas acogedores abismos
de esos
sueños que tienen firmes raíces.
Cautelosamente
llega la
noche con su delicada oscuridad,
tiempo
taciturno, conciencia tranquila.
En sus ojos
brillaban dos lágrimas de sentimientos,
brillaba como
brilla el azúcar.
Paseaba
lentamente la mirada,
mirando
fijamente sin atreverse a mover ni un pedacito de su cara.
Aureolado de
un nimbo de gloria,
acariciaba en
silencio sus bendiciones,
divagando la
imaginación por los mas bellos parajes.
Los
atardeceres de dos días iguales nunca son idénticos.
Los nuestros están
en nosotros mismos,
nacen como un
sueño en nuestro corazón.