La
he amado tanto, y la quiero tanto,
que
creí tener derecho al dolor de su amor.
A
poder sentir el calor de la vida,
despojado
de todo, salvo del éxtasis.
Abrazarla
y tomar un buen trago de su mirada,
ordeñando
la luz de sus ojos después de oscurecer.
Ojos oscuros y salvajes como nublados
de tormenta.
Respirar
por sus poros distendidos con esa sutil nota femenina.
Respirar
su mirada.
Siempre
confundía el tiempo
cuando
bailaba con ella.
Vestida
cuidadosamente.
Con ese leve y constante suspiro de su
respiración,
y
el mudo brillo de sus labios.
Bailábamos
en calma, en un espacio vacío,
moviéndonos
profundamente
como
si no viniéramos de ningún lado.
La
seguía con la mirada después de cada paso.
Toda
ella era algodón.
El
reloj se movía con fatiga,
el
tiempo parecía helado.
Perdidos
en el bosque de la noche.
Fugitivo
entre sus encajes y su piel desnuda.
Su
corazón latente
se
desataba entre la luz y la oscuridad.
El
agua humeaba su piel.
Las
caricias se deslizaban por el borde de su sombra.
Y yo
me prendería en su pecho como figura recortada de papel.
Y
a través de la suave sombra morder su boca,
y
repasar brevemente su sonrisa,
ese
tenue susurro de la vida en pequeños besos malheridos.
Estaba
ávido y feliz como si cabalgara por las nubes.
Al
salir el sol mañana, ya será tarde.
Encuadrada en el marco de la ventana
se percibía la fresca de la mañana.
Gotas
de niebla serpenteando por el cristal,
y el frío fulgor de la luz bostezaba
al mundo,
y
ese momento frívolo y decoroso llegaba a su fin.
El silencio no era siquiera el
silencio,
seguía
oyéndola en la penumbra bajo el cielo sin luna.
Con
la respiración contenida sigo rebuscando dentro de ella,
con la mente de un niño, y el corazón de caballo.
La magia del crepúsculo se eclipsaba
ante ella.