La pecera.
Cada mañana, cuando salgo para
encaminarme hacia el trabajo, bajo a pie las escaleras de casa. Las bajo con
cierta solemnidad y paginando cada escalón, como las hojas leídas, del libro
que hermosea sobre mi mesilla de noche. Es mi cuenta atrás particular, recordando a la misión espacial tripulada
Apolo 11, los primeros en caminar por la superficie de la luna. La misión a la
que yo me encomiendo es menos aparatosa, pero no exenta de riesgos, subirme al
mundo y saludar al nuevo día. En el instante
antes de salir a la calle, me detengo en el descansillo del portal, y miro a
través del cristal de la puerta unos segundos, espero allí, que ocurra algún
hecho distinto, fantástico y difícil de explicar. Pero no, solo algún
transeúnte que cruza por la acera, altera esa foto fija que tengo ante mis
ojos, mirando través del cristal de la puerta. Abro la puerta, y me subo al
mundo un día más. Es temprano, y suelo andar en silencio, y muy observador de
todo aquello que comparte la calle conmigo
en ese momento del día, saludando con una alegría algo peculiar.
Bajo
la cuesta hacia la plaza, el sol viene por mi espalda y me adelanta con su luz
vespertina, mi sombra se derrama calle abajo. La arboleda en formación castrense,
me espera y me recibe, exhibiendo sus mejores galas, como en un desfile
militar. Pero el alma se me encoje, y los recuerdos se me amontonan, cuando veo
lo triste que esta el solar de nuestro colegio. Ya no está, en su lugar
construyen la nueva iglesia. Los amigos de la infancia, aquellos juegos del
patio, nuestro primer amor, todos los recuerdos quedaron desahuciados de su
primera morada. Nos echaron en el olvido, solo algunas fotos en blanco y negro,
y mi desgastada memoria, quedarían como únicas señas de identidad en mi pequeña
caja del tiempo. Todo evoluciona, y la cara del barrio va cambiando
inexorablemente, pero ¿hacia dónde?
Seguí calle arriba y eche un vistazo
atrás, pero solo la luna llena que seguía trasnochando y sin ganas de irse a
dormir, atrajo mi atención. Clara,
admirable, mágica, me recordaba tanto a ella. Seguí un poco más para llegar a
la oficina. Esa infinita pecera, donde imaginar historias es inevitable, donde
ver más allá del otro lado, es cosa fácil, y donde viajar al fin del mundo,
tiene su recompensa. Cada día se suceden inesperadas sorpresas, a las que yo le
pongo alas, y juego a jugar imaginando. Cada día las imágenes se suceden, y yo
entro en esa película de la vida, como en el reflejo en un espejo, estoy sin
estar. Los personajes se suceden uno tras otro, como en un tambor mágico o
zootropo, con sus historias diarias bajo el brazo. Soy testigo notarial de todo
cuanto acontece frente a mis ojos. Todos tienen cabida, dentro de esta potente
lente, que deja ver la vida en estado puro.
Son un encanto y el primer baile, los matutinos de la mañana, vienen chispeando como las burbujas de una bebida con
gas. Se mueven traviesos, de arriba abajo, sin querer queriendo llegar.
Volátiles y atolondrados, incorrectos y malcriados, tercos y divertidos, un
tesoro por descubrir. Esos pequeños piratas, vaqueros y policías en mil
historias, te sustentan la ilusión de
seguir haciendo patria. Testigos del camino que hemos recorrido, y la luz de
los sueños que no pudimos alcanzar. Te alegran en un solo instante, una vida
sin final, cuando aparecen de repente sin apenas avisar. Les quieres sin
remedio, y sin poderlo evitar. A veces llegan hasta ti, te regalan esa sonrisa,
inocente y feliz, te iluminan jugando con los numero plateados, y te dicen
adiós con un beso robado.
A los ángeles oscuros, nos les quito el
ojo de encima en todo el día. Son una postal sin escribir, un regalo sin
envolver. Parecen un equipo, aunque no visten igual, y juegan diferente. Su
aureola se puede oler, y sus ojos se pasan el día devorando las horas, son de
cuerpo quieto, aunque inquietantes. Pasan el día bajo palio, defendiendo su
ateísmo, y cultivando su devoción por su santa María. Manejan una conversación
un tanto extraña, aliñada de gestos bastante obvios y un puñado de medias palabras.
Son un tropel, unidos por el azar y la casualidad, muchos están de vuelta de la
nada, y van sin frenos hacia la nada. Aunque su aspecto crea intranquilidad,
temor y desconfianza, son tan frágiles como un fino cristal.
Ella tiene su momento, y no esta
escogido al azar. No tengo que estar pendiente, ni preparado, solo estar. Hay
un lazo invisible, un sentimiento que me acompaña desde aquel día, fui un torpe
equilibrista del corazón, ella fue sincera y me dijo no. Un sentido me alerta de que va a pasar, aunque
tenga la vista ocupada en otro lugar. La chica del coche verde, se está
acercando. Su sonrisa se ve desde todos los ángulos. Pasa agitando su brazo
cuando te ve, y te saluda con júbilo, acompañado de una batería de besos. Yo me
limito a corresponderle, como el mejor hincha que festeja un gol de su equipo,
me levanto a cámara lenta con la alegría de verla pasar, y cimbreando los
brazos que sepa que la vi. Tres segundos de alegría, por el sueño de toda una
vida. Mañana volverá.
Me siento como el Papa, metido en su
jabonera de cristal, haciendo el itinerario ya programado, y saludando a
diestro y siniestro. Estoy dentro de un escaparate, sin poder elegir, y con las
miradas de todos puestas en mí. Vivo un desencuentro, porque vienen sin llegar,
y se alejan sin haber estado, miran sin ver, y ven sin haber mirado. Es un "reality", es mi hábitat particular, donde los personajes están ahí, se ven, y
los puedo imaginar a capricho. Vivo inmerso en mi universo, queriendo perderme
en otros parajes. Ellos disfrazan mi tiempo, y solo en un minuto siento y sigo
soñando, abriendo puertas al sol. Y mañana me regalaran con su mirada, los de
siempre, los que están fijos en el cristal, esos niños que regresan del parque,
o mis mayores que salen a pasear, aquel conocido que no veía hace tiempo, y las
nuevas generaciones que enamoran al
pasar, y ella que pasa dolida de años, pero con sus ganas intactas de vivir. Me
rindo a todos ellos, de la cabeza a los pies.
Todos tienen cabida en esta nube de cristal. Todos tienen su
sitio, y sin ellos, este sitio ya no es igual. Es un baile de fin de curso, un
baile singular, en el que nadie falta, ni puede faltar. Cada día se organizan,
y lo hacen sin reloj, son actores de una vida, una vida bajo el sol. Cada día
están ahí conmigo, y yo soy su aparente príncipe inventado, que espera ver llegar
a su quimérica Cenicienta, y su carro figurado. Cada día pasa por delante de
ese cristal. Tengo los ojos vencidos, y la mente desesperada, esperando verla
aparecer cada día. Los días se vuelcan y caen al vacío, sentado aquí sueño despierto,
como sería si ella apareciera de repente y entrara. Un día no la vi llegar.
Cuando subí la mirada, ya estaba dentro, se acercó por detrás y se sentó a mi
lado. Descarada, no se lo pensó, y me dio un beso rozando mis labios
temblorosos. Nos sonreímos, pero no soltamos palabra alguna. El deseo de
tenerla cerca, se hacía más palpable con ella aquí, la felicidad de ese
instante enmudecía cualquier tiempo
pasado. Su sola compañía me emociona, y
me atrae, de una manera desmedida e implacable. Me invito a salir y
acompañarla, pero no fuimos muy lejos. No sé dónde entramos, pero lo que si sabía, es que mi corazón iba a
explotar cuando la puerta se cerró tras de mí. Se cogió de mis manos, y con habilidad se descalzo de uno de
sus deslumbrantes zapatos de tacón. Estaba viviendo un cuento. Me cogí a su
cintura, ella de puntillas sobre su otro
zapato y colgada de mí, me dio un beso. Un momento apasionante y sublime, pero
eso fue todo. Desperté de mi sueño, sin estar dormido, y me vi de vuelta a la
realidad de mi pecera. Mire serio la gran luna de cristal, y no estaba ahí.
Solo mis ángeles oscuros, seguían al otro lado, esperando mi salida. Mañana será,
un día más.