un día de
playa
No era la hora más propicia, pero ella ya
estaba esperándole en aquella esquina, impaciente como si fuera la primera vez.
El momento iba a ser un acontecimiento singular, algo insólito y con un halo de misterio. Donde se unirían
los recuerdos, la emoción de volverse a ver y estar juntos, y la sorpresa por descubrirse
el uno al otro. Ella le aguardaba contenta. La esquina se había convertido en
un punto clave para ellos, aunque nada sosegado, al ser una calle de mucho
paso. Él con sus pies de plomo y algodón, se dispuso a cruzar el umbral de la
calle, envuelto en su silencio. Iba a su encuentro, con la mirada ilusionada y
con el brillo de una dulce locura. Seguía inseguro y temeroso de sí mismo. No
era un alma en pena, pero tenía el corazón dividido entre un futuro sin
respuesta y un ayer desconocido. Pocos pasos y mucha tensión emotiva, le
separaban de un día inolvidable. No querían ni necesitaban demasiado para
poderse juntar. Unas miradas que se buscan con celo y una licenciosa sonrisa,
era su saludo más habitual.
El día parecía inquieto, pero la hermosa vista
que tenían del mar, descartaba cualquier atisbo de que este día empeorara. La
playa aún dormía, y las máquinas ya habían borrado todas las historias ocultas
en cada una de las miles de pisadas del día anterior. El sol salía fulgente, brillante
y único entre las gruesas nubes blancas. Un goteo de personas recorrían la orilla
de un extremo al otro de la playa, pero apenas su presencia se notaba. No era
un lugar restringido, pero ellos parecían estar en su paraíso. Ella se colgó de
su brazo apretando su cuerpo contra su pecho. Le encantaba ir colgada de él, y le miraba
girando un poco la cabeza, enseñándole una sonrisa de alegría. El mar estaba
algo alborotado. Las olas se sublevaban, y se encaramaban al cielo del
horizonte, elevándose con brío. El oleaje mostraba su estampa más bella, de
blanco y turquesa.
Caminaron sin prisa, buscando un
sitio o todos. En su caminar, llegaron a la altura de la caseta de madera,
habilitada para el socorrista de la playa. Dentro de ella una pareja muy joven
se besaba, envueltos de una naturalidad insultante, y con su noble inocencia
como prueba de su amor. Sin dejar de andar, dejaron de ser unos testigos
curiosos, la instantánea de la caseta les hizo que se abrazaran con más fuerza si
cabe. Decidieron quedarse unos metros más allá, sin perder de vista la caseta
del socorrista. Nada ni nadie les hacía
sombra.
Colocaron
la toalla sobre la basta arena, y ella mostró su piel bajo aquel básico bikini.
Él se quedó desnudo tras una toalla que ella sujetaba entre los dos, aprovechando
el improvisado biombo para ponerse el bañador. Fue menos de un minuto, pero se
quedó desnudo en una playa casi desierta, algo impensable para él.
Se sentaron juntos de cara al mar,
nunca antes lo estuvieron. Ni juntos en una playa compartiendo toalla, ni
siquiera juntos. Se cogieron de la mano sin dejar de contemplar como aleteaban
las olas en la orilla, y se miraron. Nunca antes se habían visto con el corazón,
y ahora con la piel erizada y un sentimiento difícil de contener, clavaron sus
ojos el uno en el otro. Era un sueño sin haberlo soñado, eran la Debora Kerr y el
Burt Lancaster en “De aquí a la eternidad”. El beso surgió como una ola, de lo
más natural, nunca antes se habían besado. Ella le dio cobijo en su pecho y
abrazándole suavemente le observaba como a un niño. Así estuvieron un buen
rato, y el tiempo dejo de ser para no ser y serlo todo. Decidieron bañarse pero
la mar obsesionada se obstinaba en aguarles la fiesta. Nunca antes se habían
bañado juntos casi en las mismas aguas. Y ahí estaban semidesnudos, ceñidos por
la cintura, y rodeados por las agitadas olas. Se fundieron y moldearon un solo cuerpo
en una sola piel. La mar era testigo de un amor sencillo e inocente sin
posibilidad de dudas. Un amor inevitable en el que no había ganas de estar con
nadie más. Donde las palabras eran acalladas por la tierna y delicada pasión. Donde las palabras sobraban y ellos dos se
entendían con el silencio de sus miradas. Donde las palabras no podían
explicar, ni el mundo entender que había entre ellos. Solo ellos lo sabían y
era lo necesario para tener un inolvidable día de playa.