lunes, 28 de septiembre de 2015

Un dia de playa

un día de playa   



               
No era la hora más propicia, pero ella ya estaba esperándole en aquella esquina, impaciente como si fuera la primera vez. El momento iba a ser un acontecimiento singular, algo  insólito y con un halo de misterio. Donde se unirían los recuerdos, la emoción de volverse a ver y estar juntos, y la sorpresa por descubrirse el uno al otro. Ella le aguardaba contenta. La esquina se había convertido en un punto clave para ellos, aunque nada sosegado, al ser una calle de mucho paso. Él con sus pies de plomo y algodón, se dispuso a cruzar el umbral de la calle, envuelto en su silencio. Iba a su encuentro, con la mirada ilusionada y con el brillo de una dulce locura. Seguía inseguro y temeroso de sí mismo. No era un alma en pena, pero tenía el corazón dividido entre un futuro sin respuesta y un ayer desconocido. Pocos pasos y mucha tensión emotiva, le separaban de un día inolvidable. No querían ni necesitaban demasiado para poderse juntar. Unas miradas que se buscan con celo y una licenciosa sonrisa, era su saludo más habitual.  
             El día parecía inquieto, pero la hermosa vista que tenían del mar, descartaba cualquier atisbo de que este día empeorara. La playa aún dormía, y las máquinas ya habían borrado todas las historias ocultas en cada una de las miles de pisadas del día anterior. El sol salía fulgente, brillante y único entre las gruesas nubes blancas. Un goteo de personas recorrían la orilla de un extremo al otro de la playa, pero apenas su presencia se notaba. No era un lugar restringido, pero ellos parecían estar en su paraíso. Ella se colgó de su brazo apretando su cuerpo contra su pecho.  Le encantaba ir colgada de él, y le miraba girando un poco la cabeza, enseñándole una sonrisa de alegría. El mar estaba algo alborotado. Las olas se sublevaban, y se encaramaban al cielo del horizonte, elevándose con brío. El oleaje mostraba su estampa más bella, de blanco y turquesa.
            Caminaron sin prisa, buscando un sitio o todos. En su caminar, llegaron a la altura de la caseta de madera, habilitada para el socorrista de la playa. Dentro de ella una pareja muy joven se besaba, envueltos de una naturalidad insultante, y con su noble inocencia como prueba de su amor. Sin dejar de andar, dejaron de ser unos testigos curiosos, la instantánea de la caseta les hizo que se abrazaran con más fuerza si cabe. Decidieron quedarse unos metros más allá, sin perder de vista la caseta del socorrista. Nada ni nadie les  hacía sombra.
Colocaron la toalla sobre la basta arena, y ella mostró su piel bajo aquel básico bikini. Él se quedó desnudo tras una toalla que ella sujetaba entre los dos, aprovechando el improvisado biombo para ponerse el bañador. Fue menos de un minuto, pero se quedó desnudo en una playa casi desierta, algo impensable para él.
             Se sentaron juntos de cara al mar, nunca antes lo estuvieron. Ni juntos en una playa compartiendo toalla, ni siquiera juntos. Se cogieron de la mano sin dejar de contemplar como aleteaban las olas en la orilla, y se miraron. Nunca antes se habían visto con el corazón, y ahora con la piel erizada y un sentimiento difícil de contener, clavaron sus ojos el uno en el otro. Era un sueño sin haberlo soñado, eran la Debora Kerr y el Burt Lancaster en “De aquí a la eternidad”. El beso surgió como una ola, de lo más natural, nunca antes se habían besado. Ella le dio cobijo en su pecho y abrazándole suavemente le observaba como a un niño. Así estuvieron un buen rato, y el tiempo dejo de ser para no ser y serlo todo. Decidieron bañarse pero la mar obsesionada se obstinaba en aguarles la fiesta. Nunca antes se habían bañado juntos casi en las mismas aguas. Y ahí estaban semidesnudos, ceñidos por la cintura, y rodeados por las agitadas olas. Se fundieron y moldearon un solo cuerpo en una sola piel. La mar era testigo de un amor sencillo e inocente sin posibilidad de dudas. Un amor inevitable en el que no había ganas de estar con nadie más. Donde las palabras eran acalladas por la tierna y delicada pasión.  Donde las palabras sobraban y ellos dos se entendían con el silencio de sus miradas. Donde las palabras no podían explicar, ni el mundo entender que había entre ellos. Solo ellos lo sabían y era lo necesario para tener un inolvidable día de playa.

domingo, 13 de septiembre de 2015

IMPOSIBLE

imposible



Imposible,
escribir dos renglones torcidos
sobre las olas del mar.
Imposible despertar aquel amor inalcanzable,
que oculté cuando niño.

Imposible,
contar las estrellas,
que brillan en la noche y en su oscuridad.
Imposible morder el tiempo y su esencia,
para poder ir hacia atrás.

Imposible,
escribir, despertar y morder
hacer posible este imposible,
que el tiempo no quiere deshacer.

Imposible,
poder abrazar con fuerza al viento,
y no dejarle escapar.
Imposible seguir viviendo la ausencia de ese gran amor,
y  tenerle que olvidar.

Imposible,
ver la cara oculta de la luna,
y qué esconde su oscuridad.
Imposible seguir con este sueño inevitable,
que no me deja respirar.

Imposible,
abrazar, vivir y soñar,
hacer posible este imposible,
que el tiempo no deja cambiar.






jueves, 10 de septiembre de 2015

el domingo

el domingo

               
                Domingo, domingo, bendito domingo. Ese trocito de la semana que a todos nos gusta. Esas veinticuatro horas de lujo, en el tiempo de descuento. Es la recompensa, por el trabajo trabajado el resto de los días, en la línea de sucesión. La fiesta del creador. Es el día en el que el astro sol, no debe faltar a su cita, y trabajar a pleno rendimiento para hacer de éste el mejor de todos. Ya que todos  esperamos al domingo para hacer un poco de todo, y un mucho de nada.
            Recuerdo esos domingos de cuando aún era un niño. Mi madre me despertaba de manera diferente, que en los días de diario. Y te preparaba para cosas que a día de hoy sigo sin entender. Te embutía en una ropa, que guardaba con cierta exclusividad, para los bonitos domingos o para algunas de esas fiestas de guardar. Aquella ropa estaba planchada en exceso, y en exceso picaba, y para suerte mía, en exceso no me quedaba bien. Iba acartonado en exceso, como un maniquí. Y en exceso vigilante, de no manchar la ropa de los domingos y fiestas de guardar. Todo inmaculado y dispuesto para misa de once. Recuerdo que me pasaba toda la misa contando de todo, personas, baldosas, escayolas,…no iba siempre, pero cuando iba, no sé por qué lo hacía.
            Algo mágico de los domingos, era el olor que venía de la cocina, una olla hirviendo de chocolate espeso. Y ver llegar a mi madre del mercado, con aquella rueda en espiral, caliente y recién hecha, las porras. Lo demás el placer de mojar, y el gusto de saborear. Al medio día, ir a buscar un pollo asado para comer, era lo habitual. Hoy sigue siendo un clásico, no cocinar. Y perder la mañana hasta la hora de comer, paseando por los puestos del mercado, otro clásico. Antes se extendía por las calles del barrio, dándole unas pinceladas de tradición y encanto. Hoy reagrupado y con un orden lógico, se levanta y se desarrolla, envueltos en la fascinación y en el atractivo de una gran superficie. La masificación de gente nunca me gustó, y el mercado era un ejemplo vivo. Aun así, no sé por qué lo hacía, y andaba entre tanta gente junta.
           El fútbol no se entiende sin el domingo, ni el domingo sin el fútbol. Y a mí nunca me ha fascinado el balompié, y menos soportar la tensión y la ira contenida, que se descarga en cada partido. A pesar de ello iba muchas tardes de domingo, a ver jugar al equipo local, y deleitarme con los improperios, el vocerío, y la ira, ya no tan contenida. Confieso, que no sé por qué lo hacía. En cambio el cine sí que ha sido una de mis debilidades. Y pasar de tres a cinco horas dentro de la sala, para ver dos películas un domingo por la tarde, no se me hacía pesado. Aunque no lo  hacía, lo que a mí me hubiera gustado. Las tardes de domingo no eran espectaculares, fútbol  de andar por casa,  películas a granel, y estar en la 17. El 17, es el número de una habitación, pero no la de un hotel. También es  la hora para encontrarse, una casualidad. Y una buena edad, frontera entre no tener responsabilidad, y casi ser mayor. Un sitio, una hora, y un grupo de amigos de colegio, que comparten amor, juegos y penas. Un bonito final, para aquellas tardes de domingo.