Mis
amigos.
Que
paz, sentado sobre este durísimo muro de piedra y cemento, y que dolor de
espalda intentando encontrar la posición menos incomoda. Que silencio, hablando
de memoria conmigo mismo, las cosas que se agitan y alteran en mi cabeza. Que
tranquilidad, mirando con ansia la grandiosidad e imponencia del mar. Que
ajetreo contando una y otra vez las olas que azarosas e insistentes, se pelean
por llegar a la orilla. No te cansas ve verlas llegar, sus hechuras siempre
cambiando, y hermoseando con sus mechones albinos y espumosos. Solas, o agrupadas,
siempre vienen hacia ti, queriéndote tocar. Y se van de nuevo para volver
corriendo, queriendo jugar con tus pies.
No importa si la mar esta calmada, o si las olas siguen empecinadas, en su
particular desafío, en su cara a cara
con las rocas del acantilado, me pasaría las horas enteras disfrutando de la
contienda. La mirada perdida y los pensamientos desordenados, juntos cogidos de
la mano se adentran en un ínfimo instante, buscando un
sitio donde abstraerse y quedarse a meditar. Cuesta elegir un sitio, o todos. La
brisa te susurra, te rodea y te abraza, coartando tu elección. El sol te va
mostrando su alumbrado camino, hacia el inmaculado horizonte, cautivando tu
voluntad. El sonido del oleaje, te atrae, como si unas sirenas sedujeran tus
sentidos. Que belleza poder disfrutar de esta vista, de este singular paisaje,
que no cambiaría por nada. No tiene igual para mí, pasión, vida, tranquilidad, belleza,
grandiosidad, sentimiento, verdad. Todo esto me recuerda a esos seres que no te
abandonan cuando todo está perdido, a esos con los que ríes y riñes, a esos que
te quieren como un hermano, a esos con los que lloras y te olvidas de todo, con los que sueñas
libremente, vosotros, mis amigos de siempre.
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